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Porquería

un blog de Guillermo Fadanelli

martes, febrero 04, 2003
Se dedicó durante esa noche a escribir en una hoja el nombre de todas las mujeres que había besado en su vida. Después de haber agotado su memoria acompañó cada nombre con un pequeño número trazado en crayón rojo. El número uno correspondía a la mujer más hermosa, mientras que el número mayor señalaba a la menos agraciada. Los números intermedios estaban --como es sencillo imaginarse-- destinados a las bellezas mediocres. Además del número hubo que señalar con un asterisco en tinta verde los casos en que la mujer había estado con él en la cama. Cuando terminó su labor suspiró profundamente antes de exclamar complacido: "¡Soy Tomás Fitzgerald y todas ustedes son unas putas!".

Tomás Fitzgerald vivía solo en un lujoso departamento obsequio de sus padres. A sus treinta años había probado casi todas las drogas prohibidas a excepción del opio. Era escuálido como una caña de azúcar aunque tenía unos brazos poderosos, consecuencia de los numerosos ejercicios que realizaba todos los días en cuanto sus ojos anunciaban que el sueño había terminado. En su recámara colgaba un costal sobre el que Tomás descargaba sus puños para mantenerse en buenas condiciones marciales. Alguna vez sumido en un extraño estado semiconsciente descargó en el saco más de veinte puñaladas mientras cantaba una canción ranchera. Las noches frías ejercían en su ánimo cambios considerables. Bebía vino tinto en vez de ron blanco, acaso para cerciorarse de que su paladar era capaz aún de hacer diferencias. Amaba combinar el color rosado de un comprimido con el caldo oscuro de un oporto, o el azul pastel de un antidepresivo con el líquido argentino de un vodka helado. Tomás Fitzgerald habría sido un excelente pintor de no haberse decepcionado tan temprano de sí mismo.

En época navideña sus padres le enviaban una considerable cantidad de dinero, además de cajas repletas de viandas importadas. Era un buen administrador: no compraba ropa ni tampoco gastaba demasiado en alimentos. De vez en cuando compraba una sandía o un melón de buen tamaño para acompañar el contenido de sus latas. La mayor parte de su dinero estaba destinado a cubrir servicios indispensables como televisión por cable, cocaína, heroína, teléfono, ron, ketamina, gas, luz e incienso líquido. Tomás Fitzgerald no odiaba a nadie, ni a sus padres ni a ninguna de las mujeres que habían aceptado besarlo. Como era un hombre apuesto tampoco se irritaba cuando otros hombres --casi siempre menos apuestos que él-- le hacían algún tipo de recriminación.

A Tomás nunca se le hubiera ocurrido celebrar Navidad de no haber descendido la temperatura casi hasta los cinco grados. Recordaba que cuando era niño sus padres acostumbraban cenar en restaurantes donde a las once de la noche se brindaba con extraños por el nacimiento de Cristo. Aunque su casa estaba desordenada, el comedor podía recibir a cinco personas e incluso a más. La idea de cenar con mujeres lo estimuló tanto que no pudo resistir la tentación de elevarse todavía más alto. Se preparó una generosa línea triturando los grumos con una navaja suiza legítima. Entonces tomó el teléfono para marcar el único número que conocía de memoria.

-- Tomás, ¿cómo se te ocurre? Me acaban de correr del trabajo. ¿Sabes con cuánto me indemnizaron los cerdos?

-- Ven a vivir conmigo. Te acariciaré las tetas en las mañanas.

-- No puedo creerlo. Si Tomás Fitzgerald quiere hacer una cena de Navidad es que definitivamente Dios no existe.

-- ¿Sabes que he conocido cinco mujeres más guapas que tú? Tengo en mis manos una lista donde tú ocupas el sitio número seis.

-- ¿De qué carajos estás hablando? ¿Qué deseas que lleve a tu fiesta navideña, Tomás?

-- Nada, estás desempleada. Sólo beberemos. Si alguien quiere comer abriré algunas latas.

-- ¿Tienes jeringas?

-- Of course, lady. What kind of crap do you think I am?

-- La voz de Berenice cimbró durante unos minutos los oídos de Tomás Fitzgerald. Ella había sido su compañera durante cuatro meses antes de internarse en una clínica especialista en curar adicciones extremas. Tomás amaba sus cabellos rubios tanto como sus senos breves, ondulados. Berenice era hija de un político encumbrado cuyos discursos se habían vuelto célebres a causa de estar adornados con sentidas parábolas religiosas. Desde niña, Berenice escuchaba a su padre ensayar durante las mañanas sus discursos frente a un espejo que lo contenía de cuerpo entero. Ella habría sido una pianista decorosa de no haber sido porque desde los cuatro años había sido obligada a tomar clases de piano con una maestra particular.

Tomás revisó su agenda para encontrarse con la amarga noticia de que entre los nombres registrados muchos habían emigrado de su memoria: ¿Quién carajos era Fernanda Sologuren? Además faltaban todas las páginas correspondientes a las primeras cuatro letras del abecedario. Y sin embargo, contra su desmemoria, logró reunir suficientes referencias ya que a sus agendados sumó los nombres incluidos en la lista de las mujeres que había besado en su vida. Así fue como Tomás Fitzgerald confeccionó una honrosa lista de invitados a su cena de Navidad.

La tarde del veintitrés de diciembre, Tomás se dedicó a llamar vía teléfono a sus amigos. Muchos números habían sido modificados e incluso varios amigos habían muerto o no vivían más en este país. También se encontró con voces que aseguraban no recordarlo. "Jamás he tenido un amigo con un nombre tan mamón", le espetó antes de cortar la comunicación una mujer de modales histéricos. Tomás se bebió una botella entera de un tinto español, se polveó la nariz e impasible continuó con su tarea.

-- No entiendo por qué quieres hacer tú una cena navideña --le respondió Ramiro, un joven guitarrista que acababa de grabar su primer disco en una compañía independiente.

-- En estas épocas es mejor pasar inadvertido. Si no celebro Navidad mis vecinos comenzarán a sospechar. Si no me ven entrar con un pavo gordo a casa son capaces de llamar a la policía --dijo Tomás.

-- No cuentes conmigo, Fitzgerald. Mi madre tiene cáncer y quiere que sus hijos cenemos esa noche con ella.

-- No te preocupes, hombre. ¿Cómo vas con tu nuevo disco?

-- En verdad lo siento, Fitzgerald. ¿Por qué no invitas a nuestros amigos judíos? Ellos tienen libre esa noche. Estoy seguro de que desean ponerse tan borrachos como los católicos.

-- Es una buena idea, Ramiro. Gracias.

La noche de Navidad Tomás Fitzgerald esperaba siete invitados aunque el timbre de su puerta fue requerido sólo en dos ocasiones. La primera vez por un Santa Clos ebrio que vendía caramelos en forma de estrellas. La segunda ocasión que el timbre chilló fue para anunciar que Berenice estaba detrás de la puerta. Tomás no se sintió en absoluto decepcionado a causa de las ausencias. Por el contrario, abrió varias botellas de champaña e intentó cocinar el contenido de unas latas francesas cuyas etiquetas le resultaban extravagantes: "foie maigre de canard" y "terrine de chevreuil". El cabello rubio de Berenice había crecido de manera ingobernable. Sus ojos eran melancólicos, dulces como las doradas hojas de un árbol a punto de caer. Esa noche conversaron hasta el amanecer acerca de las cosas más simples. Berenice reía como una niña mientras Tomás le acariciaba los senos. A las seis de la mañana escucharon gritos en la calle. Estaban desnudos sobre la cama. Se abrazaron como lo hacían antes de que Berenice fuera internada en la clínica por órdenes de su padre. Los gritos en la calle continuaban. La cena de Navidad había terminado.
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