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Porquería

un blog de Guillermo Fadanelli

viernes, julio 18, 2003
Toda vez que he regresado de un viaje evito narrar a nadie los acontecimientos o vicisitudes que me sorprendieron durante la travesía. Desde el momento en que uno pone en palabras su experiencia algo se pierde para siempre. Si se desea que cualquier simple acontecimiento se transforme en una aventura sólo es necesario contarlo, escribió Sartre en La náusea; entonces el acto más anodino, sea éste dar de comer a las palomas o hablar con un desconocido en la plaza, adquiere un peso inédito, histórico. Hace tan sólo dos días le he preguntado a un billetero acerca de los trenes que se detenían en Coimbra. El empleado de la estación me ha respondido: “Todos los trenes se detienen en Coimbra, incluso el que va a Coimbra.” Su humor no me sorprendió pues una ironía de ese talante es necesaria para sobrevivir una vez que se ha respondido a la misma pregunta cientos, millones de veces. Por otra parte, no comprendo mi afán por preguntar naderías incluso en un idioma que desconozco. Después de todo las señalizaciones son muy claras y los horarios se cumplen con puntualidad. Me imagino que mi obsesión interrogativa se debe a que cultivo una desconfianza ancestral hacia mi entendimiento y siempre creo estar equivocado. Un ejemplo que se me ocurre ahora es que cuando cursaba el segundo año de primaria mi padre me inscribió en una escuela distinta a aquella donde había cursado el primer año escolar. Apenas en la primera clase el profesor impuso a los alumnos de nuevo ingreso un breve examen para cerciorarse de nuestros conocimientos matemáticos: sumas, multiplicaciones, divisiones y restas. Debido a que mi madre no sólo me había enseñado a leer sino a realizar cuentas sencillas desde los cinco años, fui el primer alumno en terminar el examen, hecho que ya en sí me causó gran desconfianza. En lugar de entregar la hoja con mis respuestas dejando que el resto de los alumnos se concentrara en su pupitre, decidí husmear en la hoja de mi compañero de banca. Mi sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que sus resultados eran radicalmente opuestos a los míos; de inmediato me dispuse a copiarlos borrando con una goma bicolor mis propias cuentas. Sobra decir que obtuve cero de calificación y el profesor me colocó en la fila de los estúpidos a cuyos miembros dedicaba mayor atención con el fin de integrarlos a la clase. Eso sucedió hace ya tantos años aunque desde entonces las cosas no han cambiado mucho para mí y siempre creo abordar el tren equivocado, ordenar el platillo equivocado y recorrer las calles incorrectas. Así lo haré sin duda hasta el día de mi muerte. Y cuando alguien me pregunta qué hice durante mi viaje, en el acto respondo: pasear y equivocarme.

Es natural que cuando llego a una ciudad por primera vez comience a caminar sin rumbo durante horas. Es ésa la única manera que conozco para distraerme y, por lo tanto, para pensar. Casi todo lo que ha valido la pena vivir lo he encontrado caminando, paseando, aunque no sé si tendré la misma fortuna que el escritor suizo Robert Walser quien encontró la muerte en uno de sus acostumbrados paseos sobre la nieve. Walser había anticipado su muerte cuando en Los hermanos Tanner hace morir a un joven artista mientras éste caminaba sobre la nieve. Debido a que en México no hay nieve, en caso de morir de manera repentina, seguramente caeré de bruces en el cemento y me destrozaré el rostro. En fin, creo que después de un viaje lo mejor es callarse y tratar de olvidarlo todo. De esa manera somos generosos con los otros ahorrándoles detalles o narraciones subjetivas e inútiles. Además no sé qué puede ser interesante de una ciudad. Las ciudades no están hechas para perderse, como quería Walter Benjamin; por el contrario, nadie puede perderse en una ciudad pues precisamente su esencia radica en ser punto de encuentro, lugar de reunión entre desconocidos. Ahora que he llegado a Oporto he tardado media hora en encontrar una habitación e instalarme: todo parece estar tan a la mano a pesar de ser una ciudad de calles incorrectas. Lo que cuesta es adaptarse a ciertos detalles agotadores, como aprender el nombre de las calles o aprender a nombrar las verduras. Sólo existe una cosa que me anima a seguir: todo está descubierto y uno sólo debe tomar algún camino.
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