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Porquería

un blog de Guillermo Fadanelli

domingo, enero 04, 2004
Leí a E. M Cioran hace más de diez años, cuando me era imposible defenderme de sus terribles sentencias, sentía una profunda afinidad hacia su pensamiento y también hacía su cínica actitud frente a la filosofía: "Una visión del mundo articulada en conceptos no es más legítima que otra surgida de las lágrimas". Escribió en su Breviario de podredumbre. Cioran solía despreciar el conocimiento adquirido a través de sistemas filosóficos, prefería las nociones, la certeza de sus sentimientos y el escepticismo como forma primordial de enfrentamiento con el mundo, a fin de cuentas consideraba que los problemas filosóficos eran siempre los mismos, "no hay problemas nuevos" decía y con ello condenaba al hombre a la imposibilidad de una evolución o un progreso. Creo que la preocupación fundamental del pensador rumano giraba en torno a la liberación del hombre como hombre mismo, en múltiples citas Cioran solía referirse a la condición humana como una carga o una malformación. No es raro que haya sido admirador de los místicos españoles: "Toda santidad es más o menos española: si Dios fuera Cíclope, España le serviría de ojo". Y es que le otorga más valor a las revelaciones íntimas que a las conclusiones de un sistema, suele inclinarse por el testimonio de quienes han salvado el terrible obstáculo de las palabras, al de quienes las han dominado. Esa necesidad de desaparecer tras sus palabras, de encontrar un camino que lo llevara más allá de ese constante balbuceo al que parece condenarnos el lenguaje, estuvo presente en el entramado de su literatura, era un escéptico pero tenía la pasión de un místico, su duda no era un método para acercarse al conocimiento sino una necesidad. Los hombres suelen afirmarse siempre sobre una tierra endeble, sus certezas son pasajeras y ese orden que constituye el lenguaje no es más que un esfuerzo desesperado por no perecer sepultado por el peso infame del sinsentido. Los libros de Cioran se presentan como un intento por liberarse de ese sinsentido, de ejercer por medio de las palabras ese mínimo derecho que tiene el hombre por rebelarse contra los efectos de la creación, son obras de una sinceridad seductora, el testimonio de alguien parece estar de vuelta de un lugar al que ni remotamente podemos acercarnos con nuestras teorías; no en balde Cioran desconfiaba del saber organizado, le imputaba el haberse alejado de la realidad, de no servir para la vida: "El último de los iletrados y Aristóteles son igualmente frágiles e irrefutables".

Cioran suele contagiar más que convencer, en sus obras hay una pasión desmedida, una pasión a la que suele renunciar el hombre moderno tan preocupado en el ardid del progreso. Sus lectores se vuelven sus fanáticos, es natural: Cioran es un moralista, un pensador al que uno suele recurrir cuando comprueba, una vez más, el absurdo de pensar el mundo, cuando las palabras ya no suelen ser una liberación sino un penoso encierro.
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