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Porquería

un blog de Guillermo Fadanelli

jueves, febrero 19, 2004
No está de más que uno se imagine de vez en cuando encarnando a un dictador, pues de esa manera podemos imaginar también la magnitud de nuestra tolerancia. Lo primero que haría un individuo como yo, en caso de tener poderes omnímodos, sería convertir esta ciudad en la más silenciosa del mundo. Es evidente que sería imposible hacerlo si renunciara a utilizar medidas drásticas que, en algunos casos, desembocarían en el exilio de los ruidosos o en el patíbulo. En vista de que jamás contaré con el poder suficiente para decretar estado de silencio absoluto en mi ciudad, ni tampoco me interesaría convertirme en un tirano con las manos teñidas de sangre, me conformaré con alimentar un odio cada vez más profundo e indefenso contra los que hacen ruido impunemente. Estoy convencido de que nadie tiene ningún derecho a provocar sonidos que molesten a los otros. La contaminación auditiva es tan perjudicial para la salud como la contaminación atmosférica o la marina. Aprecio mis tímpanos tanto como la capa de ozono. Me aterra ver un vehículo lanzando por sus tubos de acero bocanadas de humo negro de la misma manera que abomino escuchar las alarmas tipludas que la necedad ha puesto tan de moda en los automovilistas. La barbarie nos asuela. Si la ciudad es el asilo de los desterrados —como quería Walter Benjamin — y el humanismo posee como concepto fundamental el vivir junto a aquellos que no pertenecemos, como escribió Peter Sloterdijk, entonces no tenemos, creo, más remedio que suicidarnos. Matar nuestras tradiciones pueblerinas para aprender a vivir en la soledad urbana: abandonar nuestras pasiones primitivas para cumplir con las necesidades civiles. En una comunidad pequeña todos los habitantes saben quien es el ladrón o el hombre generoso. En una ciudad nadie sabe nada acerca de los otros. Es ésta la razón por la que debemos ofrecer a los demás muestras suficientes de nuestra buena voluntad. Y la manera más sencilla de mostrar voluntad para la convivencia es desapareciendo, es decir, siendo discretos, silenciosos, casi invisibles para los otros.

Las ciudades cuentan con su propia música: la campana que tañe cuando se aproxima el camión recolector de basura, o la sirena de las ambulancias que son una excepción en el tráfico. En décadas pasadas los silbidos del vendedor de globos o la flauta del afilador o la aguda letanía del carro de los camotes formaban esa música que jamás era constante ni obsesiva. Hoy esa música se ha transformado en un aullido paranoico que quebranta la mínima soledad a la que un hombre civilizado tiene derecho. Los autos producen un ruido constante: sus bocinas no paran de sonar y, cuando están detenidos, sus alarmas chillan sin que nadie pueda evitarlo. En los restaurantes o cafés siempre hay uno o varios televisores que nos escupen su cotidiana estupidez: pareciera una campaña para aniquilar el ejercicio de la conversación y, por lo tanto, la posibilidad del encuentro de opiniones. En los comercios existen bocinas enormes que predican a gritos sus ofertas. E incluso estas bocinas son colocadas a media calle para tormento de los peatones. En el interior de los taxis los conductores llevan el radio a un volumen más que considerable. Nadie se encuentra a salvo del odioso pedorreo humano. No cabe duda de que los oídos viven uno de los peores infiernos auditivos de la historia.

Como no guardo ninguna esperanza de que mi sociedad abandone la barbarie, no tendré más remedio que pedir asilo a una nación más civilizada o exiliarme en algún pueblo perdido de la provincia mexicana. Como lo hiciera Hesse, buscaré mi propia aldea de Montagnola para, en la quietud, comenzar a trabar amistad con la muerte.
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